Presentación del libro de Javier García Cellino
"Los
señores de Wall Street no comen pescado crudo"
en La Consistorial.
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«SEÑORES TIBURONES »
Roberto Sánchez Ramos
Portavoz del Grupo
Municipal de I.U. de Oviedo
Los tiburones de Wall
Street no comen pescado crudo. Así leí la primera vez el título de la nueva
novela de Javier García Cellino. Me gustó de inmediato la incongruencia de un
pez grande que come peces chicos en la mar salada, asados o cocidos, pero nunca
crudos. Me gustó también la ironía implícita. Unos escualos tan por encima de
los demás peces del acuario que se alimentan de éter, de néctar y ambrosía. No
reparé en la antífrasis hasta ya tarde en la noche. Los tiburones eran señores,
pero estos señores nocturnos, como los depredadores diurnos, tampoco comían
pescado crudo.
Imaginé por el título y
la fotografía de portada que la trama se desarrollaría en una Nueva York
blanca, anglosajona y protestante. Que quizá Cellino seguiría las huellas de un
Tom Wolfe, cambiando el hábitat sofisticado de Park Avenue por la grisalla
prosaica del Bajo Manhattan, o que posiblemente decidiera ajustar cuentas
pendientes con los vendedores de bonos de Salomon Brothers o Goldman Sachs,
tipos que, según el Michael Lewis de El Póker del Mentiroso, son tan desalmados
que serían capaces de pegarle un mordisco a un oso en su culo de plantígrado.
Ese fue mi segundo error.
Los señores de Wall Street no comen pescado crudo
transcurre en Madrid y las referencias a la ciudad que nunca duerme son
ocasionales y poéticas. Julio Colinas, ese pobre diablo que a veces no se
reconoce, continúa una saga familiar de detectives de novela negra que caen
desde muy bajo hasta más abajo todavía para descubrir que en el abismo tampoco
se vive tan mal. El tamaño real de su fracaso se mide con la vara de sus sueños
eróticos. Tiene fantasías con la portavoz y vicepresidenta del gobierno, que en
la ficción se llama Soya Montemar, y que se parece, aunque cualquier parecido
sea mera coincidencia, como un obispo a otro obispo a otra Soya o Soraya que en
el mundo real es la caradura amable de un gobierno de novela negra.
En la vida
de Julio Colinas todo sucede para mal en el peor de los mundos posibles. Julio
Colinas es el notario del azar que siempre está en el sitio equivocado en el
momento equivocado, por eso está en la platea de un pequeño teatro, en los
locales de la Federación de Empresarios de Madrid, cuando un chino de ojos
rasgados, de esos orientales de mirada impenetrable y puntería zen que nunca fallan
un tiro, dispara al corazón de la libertad de empresa y Santiago Rompiquito de oro de los tópicos, se
desploma mortalmente herido por una flor de fuego en el cenit de su elocuencia
sobre la marca España.
eral,
presidente de los empresarios de Madrid y
Lo crucial en la
novela de Cellino no es el suspense ni la acción ni siquiera la sombra oriental
del asesino. Las claves hay que buscarlas a mi juicio en la estructura y el
lenguaje. Se construye alrededor de un poemario, cuyo título, Los señores de
Wall Street no comen pescado crudo, y epígrafe, sobre los millones de niños que
mueren de hambre anualmente en este mundo, dan título y epígrafe a la novela
que como toda moneda siempre tiene dos caras y se organiza en torno a esos
juegos de dualidades. De un lado, las cruces de los vacíos discursos oficiales
que siempre nos persiguen porque siempre hay una televisión que nos persigue y
un detective que hurga en las chatarras. Del otro, la cara radiante de la parodia de esos discursos
por el simple procedimiento de reproducirlos y olvidarlos como se olvida un
ruido. Y al final, cuando ya sabemos que el asesinato de los poderosos es tan
sistémico y tan impersonal como las muertes de los millones de niños sin nombre
y sin rostro, solo permanecen, si Cellino me permite la paráfrasis, la belleza
trágica de los amantes de Bangladesh que son asesinados en talleres del tamaño
de cajones y un gran desconcierto del que solo nos protege la ironía.
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