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domingo, 26 de mayo de 2013

Reseña de «Los señores de Wall Street no comen pescado crudo» por Roberto Sánchez Ramos

Presentación del libro de Javier García Cellino
"Los señores de Wall Street no comen pescado crudo" 
en La Consistorial.
«SEÑORES TIBURONES»
Roberto Sánchez Ramos
Portavoz del Grupo Municipal de I.U. de Oviedo
Los tiburones de Wall Street no comen pescado crudo. Así leí la primera vez el título de la nueva novela de Javier García Cellino. Me gustó de inmediato la incongruencia de un pez grande que come peces chicos en la mar salada, asados o cocidos, pero nunca crudos. Me gustó también la ironía implícita. Unos escualos tan por encima de los demás peces del acuario que se alimentan de éter, de néctar y ambrosía. No reparé en la antífrasis hasta ya tarde en la noche. Los tiburones eran señores, pero estos señores nocturnos, como los depredadores diurnos, tampoco comían pescado crudo.  
Imaginé por el título y la fotografía de portada que la trama se desarrollaría en una Nueva York blanca, anglosajona y protestante. Que quizá Cellino seguiría las huellas de un Tom Wolfe, cambiando el hábitat sofisticado de Park Avenue por la grisalla prosaica del Bajo Manhattan, o que posiblemente decidiera ajustar cuentas pendientes con los vendedores de bonos de Salomon Brothers o Goldman Sachs, tipos que, según el Michael Lewis de El Póker del Mentiroso, son tan desalmados que serían capaces de pegarle un mordisco a un oso en su culo de plantígrado. Ese fue mi segundo error. 
Los señores de Wall Street no comen pescado crudo transcurre en Madrid y las referencias a la ciudad que nunca duerme son ocasionales y poéticas. Julio Colinas, ese pobre diablo que a veces no se reconoce, continúa una saga familiar de detectives de novela negra que caen desde muy bajo hasta más abajo todavía para descubrir que en el abismo tampoco se vive tan mal. El tamaño real de su fracaso se mide con la vara de sus sueños eróticos. Tiene fantasías con la portavoz y vicepresidenta del gobierno, que en la ficción se llama Soya Montemar, y que se parece, aunque cualquier parecido sea mera coincidencia, como un obispo a otro obispo a otra Soya o Soraya que en el mundo real es la caradura amable de un gobierno de novela negra. 
En la vida de Julio Colinas todo sucede para mal en el peor de los mundos posibles. Julio Colinas es el notario del azar que siempre está en el sitio equivocado en el momento equivocado, por eso está en la platea de un pequeño teatro, en los locales de la Federación de Empresarios de Madrid, cuando un chino de ojos rasgados, de esos orientales de mirada impenetrable y puntería zen que nunca fallan un tiro, dispara al corazón de la libertad de empresa y Santiago Rompiquito de oro de los tópicos, se desploma mortalmente herido por una flor de fuego en el cenit de su elocuencia sobre la marca España.   
eral, presidente de los empresarios de Madrid y
Lo crucial en la novela de Cellino no es el suspense ni la acción ni siquiera la sombra oriental del asesino. Las claves hay que buscarlas a mi juicio en la estructura y el lenguaje. Se construye alrededor de un poemario, cuyo título, Los señores de Wall Street no comen pescado crudo, y epígrafe, sobre los millones de niños que mueren de hambre anualmente en este mundo, dan título y epígrafe a la novela que como toda moneda siempre tiene dos caras y se organiza en torno a esos juegos de dualidades. De un lado, las cruces de los vacíos discursos oficiales que siempre nos persiguen porque siempre hay una televisión que nos persigue y un detective que hurga en las chatarras. Del otro, la  cara radiante de la parodia de esos discursos por el simple procedimiento de reproducirlos y olvidarlos como se olvida un ruido. Y al final, cuando ya sabemos que el asesinato de los poderosos es tan sistémico y tan impersonal como las muertes de los millones de niños sin nombre y sin rostro, solo permanecen, si Cellino me permite la paráfrasis, la belleza trágica de los amantes de Bangladesh que son asesinados en talleres del tamaño de cajones y un gran desconcierto del que solo nos protege la ironía.

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