Leopoldo Bloom es el protagonista de una de las novelas que más calado han tenido en el siglo XX: el «Ulises», de James Joyce. Y tal vez sea éste el único personaje de ficción que cuenta con un día dedicado en el calendario de celebraciones festivas de un país (aunque paulatinamente se vaya extendiendo a otros), la segunda en importancia, por cierto, después de la fiesta nacional de San Patricio. El «Bloomsday» se celebra en Irlanda el 16 de junio, día en el que tienen lugar los acontecimientos que suceden en la novela, a la que, de esta manera inefable, homenajea el pequeño Estado del Norte. Una fiesta de todo un pueblo, dedicada no a una persona, sino a una obra literaria.
No le resulta nada raro a quien haya estado en Irlanda y a quien haya querido entenderla, y amarla, o a quien de algún modo desee vincularse -y efectivamente lo haga- a ese mágico y extraño país, que se organice fiesta por culpa de hechos ficticios y en recordatorio de una novela; y mucho menos a quien conozca, y ame, su tradición libresca, colmada de autores que, como el mismo Joyce, Oscar Wilde, Bram Stoker (autor de «Drácula»), el gran poeta William Butler Yeats, el dramaturgo George Bernard Shaw, el clásico Jonathan Swift («Los viajes de Gulliver»), el vanguardista Samuel Beckett o el actual premio Nobel Seamus Heaney, entre muchos otros, lustran el panorama cultural de unas gentes que no dudan en asistir al teatro, y llenarlo (para ver una adaptación de Wilde, por ejemplo), un sábado a las dos de la tarde, cuando, en su lugar, podrían estar amigablemente departiendo ante una taza de té, que tanto les gusta (bueno, también toman el té en el vestíbulo del teatro, eso no es problema).
Y es que Irlanda es literatura. Irlanda es la extensión geográfica de lo literario, como Francia puede serlo de la canción de autor, Portugal de lo nostálgico o Italia del Renacimiento: paradigma y fin de quienes hayan decidido que la vida son los libros. Por eso hay también una Irlanda oculta, que sólo sale al aire cuando, pensando entre los vientos y los riscos friolentos de Donegal, en el Ulster, o transitando vetustas carreteras entre bosques, tumbas y lagos, decidimos que puede hacerse de ella una religión (laica, por supuesto). Y es aquí donde aparece Teresa Martín Suárez.
Hace pocas semanas publicó esta profesora de Inglés -riodevana de Pimiango, pero residente, desde hace años, en Langreo- un libro de poemas muy especial, muy sui géneris, bajo el título «Súplicas del viento. Hacia Irlanda» (Septem Ediciones, Oviedo, 2009), con el que confirma -y con el que, por cierto, también desmiente absolutamente- todo lo que hasta aquí llevo dicho. Y es que, según ella, y al propio libro me remito, «esta Irlanda no existe, y nunca ha estado más viva, nunca ha sido más real. Es la realidad que se respira a diario, vista desde detrás de una ventana que se aproxima, avanza, se distancia al ritmo en que el texto respira, ¿o es Irlanda la que apresura y relaja el ritmo respiratorio? El ritmo poético es más o menos pausado según lo que observa la ventana: una geografía personal y personalizada. Irlanda late en los cristales, la otra realidad es expirada, tras ser engullida y masticada».
La Irlanda de Teresa Martín es mítica y es muy real, aunque lata en los cristales. Es de andar y de oír llover; es de escuchar el arpa que tocan unos niños en la escuela, o los cánticos de los parroquianos que se pegan a una pinta de Guinness en el bar; de sentarse a merendar bajo un entoldado en el patio de un hotel, sufriendo el viento y la lluvia inclementes en pleno mes de agosto, al lado de algunos símbolos célticos; es desayunar morcilla, salchichas y alubias con tomate, más una taza de té, en la mesa de mármol de un café atestado de gente en el que no se vende alcohol; o disfrutar de una copa de sidra en un pub catedralicio, porque fue, en tiempos, una iglesia presbiteriana; es correr a coger el autobús de dos pisos en Baile Ata Cliath (permítanme decir Dublín en gaélico), cargando a duras penas con una maleta de ruedas O'Connell arriba, y que el conductor no te permita subir porque no tienes suelto para el billete. Es, pues, todo esto; y no es, a la vez, nada de esto, precisamente por ser mítica. Y es, sin duda, el ritmo poético del Liffey, uno de los ríos menos río que servidor haya visto nunca, porque si en unos sitios parece canal, es en otros ría, y, en los más, una especie de estanque que se alarga con la ciudad y que está poblado de gaviotas, pero no de patos. Y que, con Irlanda, con Dublín, late también en los cristales. Es y no es.
Porque Teresa Martín Suárez, profesora, poeta, lectora, experta en traducción de poesía y en pedagogía del inglés (trabaja últimamente en su doctorado sobre esos temas), nos ofrece eso y más en un libro que, recuérdenlo nuestros lectores, se presenta en sociedad hoy, viernes, a las ocho de la tarde, en la Casa de Cultura «Alberto Vega» de La Felguera, dentro de una velada literaria que organizan la asociación Cauce del Nalón y el Club Prensa de este periódico. Y, mientras tanto, ella, Teresa, engulle Irlanda (me consta que así es, porque todos los días, amén de leer con fruición el «Irish Times», vigila Dublín por internet a través de las cámaras que observan todo el centro de la ciudad), la mastica, y la expira luego en los versos que componen este libro, bello, mágico y extraño como la propia Irlanda, mientras tres luces, muchas luces -sobre el Liffey, por supuesto-, alumbran su camino poético que no ha hecho más que comenzar y que esperamos tan largo y fructífero como apasionado.
FRANCISCO J. LAURIÑO SECRETARIO DE CAUCE NALÓN