Atrapado por sus propias contradicciones, Ricardo Castañón, el personaje principal de la novela, descubre con impotencia como le falla el último asidero que podría dar un nuevo sentido a su vida. Antes verdugo que víctima, sabe que lo que le reprocha a los otros: el desamor, la indiferencia, el desprecio y la traición, es lo que ha ido sembrando desde el momento en que, al principio de la obra, empieza como abogado en Oviedo. “Siempre llevé de la mano la maldad, fui incapaz de esquivarla ni de engañarla”, reconoce; y no sólo eso, sino que, contradiciendo el aforismo de Pascal, en el epílogo de la obra niega a los hombres cualquier posibilidad de optar por el bien: “Desde el origen de los tiempos, el hombre conoció el placer indescriptible de provocar el dolor ajeno, y ese placer lo colocó en el centro de su universo, en torno al cual giran adocenados la inteligencia y la búsqueda del conocimiento, el amor y la belleza”.
La obra toma su título de un tango. Y a ritmo de tango se fragua la pasión amorosa de Ricardo y Olimpia; también el desencuentro. Porque el tango es el género que mejor expresa el sentimiento erótico, la fuerza del deseo y el ritual del cortejo, pero también la problemática existencial y la frustración del hombre. Detrás de las notas del bombardino de Ricardo, y por encima de las rancheras de “Los Carreteros de Durango”, suena el quejido triste y la sonoridad de lamento del bandoneón. “El tango es un pensamiento triste que se baila”, decía Enrique Santos; y los casi veinte años que transcurren desde el comienzo de la historia discurren ante el lector con el ritmo a veces acelerado, y a veces lento de los bailarines del tango, alternando la elipsis de largos períodos, con episodios que se narran con detalle; la acción se demora, como el bailarín que sujeta estática a su pareja para compensar los rápidos movimientos anteriores. Y a medida que avanza la historia, en los íctus de la danza, que marcan los sucesivos desengaños del personaje, resuenan los versos de Cambalache: “Que el mundo fue y será una / porquería / ya lo sé ... / ¡En el quinientos seis / y en el dos mil también!/ Pero que en el siglo veinte / es un despliegue / de maldad insolente / ya no hay quien lo niegue.”
Reaparecen en la obra personajes de las anteriores novelas del autor (Los zapatones del quincallero y Nómadas). El joven Ricardo, estudiante leonés en Oviedo, que compagina sus estudios con el trabajo estival en una mina de Caboalles, se incorpora como abogado laboralista dispuesto a poner en práctica las ideas de revolución y cambio social de sus años universitarios. El hundimiento del personaje y su pérdida de valores son una metáfora de la sociedad en que vive. Sin concesiones al humor o a la ironía, el autor hace desfilar ante nosotros unos personajes deglutidos por una sociedad capitalista dominada por la voracidad del dinero y la especulación, en la que no tienen cabida ninguno de los valores en los que Ricardo creía: la solidaridad, la justicia social o la amistad. La pasión amorosa, que puede parecer el último refugio para acallar los rugidos de la desgarradora soledad del hombre, apenas trasciende más allá del deseo, y tras el desencuentro inevitable, se convierte en el desencandenante del derrumbamiento definitivo de quienes se entregan a ella.
Todos los temas del tango: el paso del tiempo, la problemática social y política, el amor, la muerte, y el desengaño amoroso están en la obra. También en el estilo hay cierta paridad entre el tango y la novela. Sobre un tono popular, los tangos hacen alarde de metáforas atrevidas, y en esta novela la metáfora y el símil, acompañados de una rica adjetivación, son las notas más llamativas de un estilo maduro, de frase larga, retórico en algunos momentos, y alejado por completo del minimalismo. Trabajado en extremo, dúctil, brillante, con resonancias valleinclanescas, salpicado de guiños a la tradición literaria española y europea. La crudeza de algunos personajes, el nihilismo, el fondo social dominado por la ausencia de valores morales, recuerdan a Baroja y a la picaresca. La fatalidad persigue a Ricardo con una inexorabilidad que le deja sin salidas, y sufrirá el mismo drama que él hizo sufrir a Virginia. Tras un atisbo de moral cristiana, una moral más arcaica reclama el ojo por ojo para expiar la culpa.
La obra toma su título de un tango. Y a ritmo de tango se fragua la pasión amorosa de Ricardo y Olimpia; también el desencuentro. Porque el tango es el género que mejor expresa el sentimiento erótico, la fuerza del deseo y el ritual del cortejo, pero también la problemática existencial y la frustración del hombre. Detrás de las notas del bombardino de Ricardo, y por encima de las rancheras de “Los Carreteros de Durango”, suena el quejido triste y la sonoridad de lamento del bandoneón. “El tango es un pensamiento triste que se baila”, decía Enrique Santos; y los casi veinte años que transcurren desde el comienzo de la historia discurren ante el lector con el ritmo a veces acelerado, y a veces lento de los bailarines del tango, alternando la elipsis de largos períodos, con episodios que se narran con detalle; la acción se demora, como el bailarín que sujeta estática a su pareja para compensar los rápidos movimientos anteriores. Y a medida que avanza la historia, en los íctus de la danza, que marcan los sucesivos desengaños del personaje, resuenan los versos de Cambalache: “Que el mundo fue y será una / porquería / ya lo sé ... / ¡En el quinientos seis / y en el dos mil también!/ Pero que en el siglo veinte / es un despliegue / de maldad insolente / ya no hay quien lo niegue.”
Reaparecen en la obra personajes de las anteriores novelas del autor (Los zapatones del quincallero y Nómadas). El joven Ricardo, estudiante leonés en Oviedo, que compagina sus estudios con el trabajo estival en una mina de Caboalles, se incorpora como abogado laboralista dispuesto a poner en práctica las ideas de revolución y cambio social de sus años universitarios. El hundimiento del personaje y su pérdida de valores son una metáfora de la sociedad en que vive. Sin concesiones al humor o a la ironía, el autor hace desfilar ante nosotros unos personajes deglutidos por una sociedad capitalista dominada por la voracidad del dinero y la especulación, en la que no tienen cabida ninguno de los valores en los que Ricardo creía: la solidaridad, la justicia social o la amistad. La pasión amorosa, que puede parecer el último refugio para acallar los rugidos de la desgarradora soledad del hombre, apenas trasciende más allá del deseo, y tras el desencuentro inevitable, se convierte en el desencandenante del derrumbamiento definitivo de quienes se entregan a ella.
Todos los temas del tango: el paso del tiempo, la problemática social y política, el amor, la muerte, y el desengaño amoroso están en la obra. También en el estilo hay cierta paridad entre el tango y la novela. Sobre un tono popular, los tangos hacen alarde de metáforas atrevidas, y en esta novela la metáfora y el símil, acompañados de una rica adjetivación, son las notas más llamativas de un estilo maduro, de frase larga, retórico en algunos momentos, y alejado por completo del minimalismo. Trabajado en extremo, dúctil, brillante, con resonancias valleinclanescas, salpicado de guiños a la tradición literaria española y europea. La crudeza de algunos personajes, el nihilismo, el fondo social dominado por la ausencia de valores morales, recuerdan a Baroja y a la picaresca. La fatalidad persigue a Ricardo con una inexorabilidad que le deja sin salidas, y sufrirá el mismo drama que él hizo sufrir a Virginia. Tras un atisbo de moral cristiana, una moral más arcaica reclama el ojo por ojo para expiar la culpa.
El día que me quieras, de Armando Murias Ibias; Septem ediciones, 2007; 209 págs.
FERNANDO BELLO