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domingo, 16 de octubre de 2005

Crítica de la novela Nómadas en el suplemento cultural "Filandón" del Diario de Léon


Alegoría de la libertad

NICOLÁS MIÑAMBRES

Nómadas felices son Joao Alfonso y Silvina cuando, al final de la obra, suben al tren que, arrastrado por la máquina La Raitana, avanza “lejos del valle minero, por el medio de un bosque que ya estaba quedándose huérfano”. Una orfandad muy lejana de la compañía que mutuamente se ofrecen los dos viajeros. La marcha de ambos es el desenlace de esta novela de Armando Murias Ibias, un leonés de sorprendente currículum humano y científico, autor de otra novela, Los zapatones del quincallero.

Nómadas es la narración de unas vidas vinculadas originariamente al mundo de la minería, con Caboalles, pueblo natal del autor, como escenario principal. La novela se sitúa en 1976, momento floreciente de la minería berciana, lo que explica la llegada masiva de trabajadores caboverdianos. Joao Alfonso es uno de ellos. Contratado como trabajador humilde, entablará, a pesar de los recelos iniciales, una sincera amistad con Ricardo, un joven universitario de ideas trotsquistas, trabajador en la mina durante los meses de verano. El paralelismo laboral entre ambos personajes no excluye una clara diferencia entre ambos, condición que no será obstáculo para que formen una inseparable pareja. A pesar de su brevedad, Nómadas es una obra ambiciosa, que pretende ofrecer una versión literaria de muchos aspectos sociales y humanos. Tal vez la pretensión resulte excesiva por ramificaciones temáticas surgidas del argumento.

La condición humana de Joao Alfonso y Ricardo queda plasmada en diversas escenas: Caboalles, la ermita de Carrasconte, Oviedo y Gijón, la casa de Celeste y el cementerio son escenarios en los que los dos personajes muestran su condición humana y, sobre todo, sus aspiraciones vitales. En el fondo, ambos persiguen la libertad, si bien con una concepción distinta. A pesar de estas diferencias, resulta curioso comprobar cómo Joao Alfonso, el personaje más humilde, logra incorporar a su mundo al universitario Ricardo, licenciado en Derecho precisamente ese verano en el que se desarrolla la novela. La presencia de Silvina conseguirá el amor del caboverdiano, pero no está claro si se trata de un sentimiento sincero o de la necesidad de colaboración para sacudirse el yugo de martirio y maltrato que Silvina sufre. Poco importa, en realidad: la escena del cementerio simboliza la liberación, aunque ésta lleve emparentada una venganza consumada de forma lúgubre y tenebrosa. Por ello, Joáo Alfonso es el personaje que ve colmados todos sus ideales, frente a Ricardo, que de alguna manera tiene que conformarse con ser observador de unos nuevos recién nacidos a la vida, «que surgen del doloroso tajo de una cesárea, del territorio más oculto y fértil del ser humano...» (p.106).

Este es el rico trasfondo simbólico de una novela de llamativa brevedad, pero de rica polisemia, que distribuye el desarrollo de la trama en escenarios y pasajes diferentes, algunos de los cuales pueden resultar desmesurados en su desenlace. Es el caso, por ejemplo, de la escena que tiene lugar en la ermita de Carrasconte, escena que adolece de cierta inverosimilitud.
 
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